«A menudo los hijos se nos parecen y así nos dan la primera satisfacción”. Esto nos decía el cantante catalán Juan Manuel Serrat, con ese tono de voz tembloroso, que parece estar entrando en agua fría, en una bellísima canción sobre los hijos niños.
Es cierto que buscamos en nuestra prole el reflejo de lo que fuimos, pero más aún de lo que no fuimos. Queremos, a veces, proyectar nuestras frustraciones sobre ellos como pretendiendo redimirlos de un pasado propio que a ellos no les afecta. Esto podía tener sentido en generaciones pasadas que habían conocido muy de cerca la ingratitud de la miseria, pero en nuestros días quizás estemos tratando de prevenirlos más de nuestras propias obsesiones personales que de cualquier otro mal que les pueda acechar.
Hemos llegado a un punto tal en el que la sobreprotección y el entreguismo hacia las descendencias tiene más que ver con la exculpación del remordimiento propio ante el mundo que les entregamos que con la educación en sí misma. Traemos y llevamos a nuestros hijos, les bañamos y cuidamos, les guisamos y servimos la comida; les criamos en definitiva con la premisa de que ellos no pueden ni deben valerse por sí mismos en las cosas más rutinarias.
La contrición por parecer malos padres nos esclaviza y termina por convertirlos en verdaderos inútiles. No caeré en el vicio onánico de la nostalgia, pero retraerse a nuestra infancia y compararla con la de nuestros hijos es un ejercicio demoledor. Que levante la mano aquel que tenga más de 40 años y su padre lo bañara y vistiera con, qué digo diez, con 5 años. Podría decirse que entonces los roles estaban más segmentados y eran las madres quienes se ocupaban del mester de crianza, pero ni aun así se soporta la comparación con la actualidad.
Limpiamos el culo a mocitos que son capaces de conectarse a internet y participar con una destreza inaudita en los más complicados videojuegos. Le servimos el desayuno a niños que mantienen y actualizan redes sociales desde sus teléfonos inteligentes. Bigardos con pelos en las piernas que no saben poner una lavadora, activar un tostador de pan, calentarse el cola-cao en el microondas o cualquier faena doméstica nimia pero que pueden editar un autorretrato hecho con la cámara digital del teléfono con la habilidad del mejor retratista profesional.
No recuerdo tal grado de servilismo en casa habiendo tenido la mejor de las infancias posibles. Plantear hoy en día que un niño se asee solo y se haga la cama o incluso sepa preparar algo de comer raya en el maltrato infantil según que mentes paternales lo juzguen. Recuerdo aquellos largos veranos trimestrales con un par de bañadores heredados y alguna camiseta, de duchas con manguera para quitarnos la arena y talegas de pan donde buscar la merienda.
De entrar y salir sin tantas prevenciones y, sobre todo, del concepto de obligación. Hoy en día se ha llegado a la loable revolución casera del reparto de funciones entre los cónyuges, pero eximiendo de ello a los niños. Basta con visitar otros países menos “avanzados” para ver que los hermanos mayores cuidan de sus pequeños, que ayudar en casa no es sinónimo de esclavitud ni de pobreza sino un aprendizaje y que se puede ser crío sin ser un inútil en lo cotidiano.
Porque al final nos queda el vacío, tanto de padres que no saben qué hacer con sus vidas más allá de la mayordomía del niño, como de hijos que sufren la frustración de enfrentarse a un mundo para el que no han sido preparados. Entonces surge la figura del estado, del político que ejerce subliminalmente la custodia del inútil y les promete una seguridad como aquella que tenían en casa, gratis, cómoda y sin complicaciones. Y así nos va en este sistema político que es la “idiocracia” -democracia de los idiotas- donde nacemos y nos educan para el disfrute, primero en pos de una sonrisa de felicidad y después a cambio de un voto bien remunerado con el que arropar nuestra propia inutilidad.
Gracias T.V.